jueves, 26 de marzo de 2009

José María Ippólito




Hola primo


No sé a donde va uno cuando uno se muere. Pero estoy seguro que cuando uno pierde la vida por ayudar a los demás el sitio será soleado bajo un cielo azul.


Te recordaré siempre.

3 comentarios:

EnriqueCarlos dijo...

Que te voy a decir que tú no sepas... Otro asunto a tus espaldas. Si notas que se quiebra, apóyate en mi hombro.

bsos.
e.

Manuel Barrero dijo...

Lo lamento profundamente, Abel

José Mª Ippólito Jiménez dijo...

Agradezco tu comentario y lamento no haberlo podido leer antes, es muy emotivo y yo tambien creo que cuando uno pierde la vida por ayudar a los demás el sitio será soleado bajo un cielo azul.
Gracias por tu comentario y un abrazo muy fuerte.

LA MUERTE DE UN HIJO


La muerte de un hijo es una de las experiencias mas duras, difíciles y dolorosas que puede sufrir un ser humano, por lo que empezar estas líneas toca fibras profundas dentro de mí. Cada instante que me he dispuesto a escribir, he visto como mi pecho palpita aceleradamente y mi respiración se acorta, pero me he armado de valor y me he dispuesto a escribir estas líneas. Sumergido en la tristeza en donde puedo ver, sentir y oler el dolor de no tener a mi hijo a mi lado, me mueve el deseo de comunicar mis sentimientos, reacciones, reflexiones y creencias, inspirado en el valor de irradiar esperanza a aquellas familias que en este momento están padeciendo la desgarradora experiencia de perder un hijo. Ojala este rayo de luz ilumine a aquellos hogares que tienen la fortuna de no sentir este vacío, tomando conciencia de nuestra vulnerabilidad como seres humanos para así poder enfrentar el sufrimiento o la muerte de los demás. Cuántas veces hemos deseado fervorosamente una vida feliz, sin dificultades, sin sufrimiento. Sin embargo, esa existencia es meramente utópica e inhumana. Lamentablemente, nuestro existir está condicionado por la dificultad y por alguna forma de sufrimiento. Se necesita valor para enfrentar el dolor que causa la muerte de un hijo, se necesita el apoyo, hasta del que no nos conoce. Se necesita coraje para arrancar el miedo, un miedo que invade, que paraliza, una tristeza que nos envuelve e inestabiliza, unas culpas que se entierran como agujas por todo el cuerpo noche y día, añorando cada amanecer de un nuevo día tener a ese hijo perdido con nosotros. Ha pasado un mes, un corto tiempo, que no obstante parece una eternidad y he aprendido, aun cuando sé que no seré el mismo, a vivir cada alegría y cada tristeza con intensidad. Admito mis errores con menos soberbia, me trato con benevolencia y paciencia. He aprendido que toda acción y decisión tiene una consecuencia y que su resultado no depende estrictamente de nosotros. Que no tengo control sobre todo lo que ocurre a mí alrededor. Que los hijos pueden morir antes que los padres. Que la plenitud se encuentra dentro de mi, no en lo que me rodea
A aquellos padres que han perdido un hijo, mi deseo es que con estas líneas puedan encontrar esperanza en el dolor. A pesar de que, en muchos momentos, la tristeza les impedirá ver la luz, navegando en la oscuridad del dolor, un dolor entrañable que quizás con el paso del tiempo será menos intenso, hay personas a nuestro alrededor que están dispuestas a ayudarnos, tal vez sin saber cómo. Somos nosotros quienes podemos, a través de nuestro trayecto, permitirles brindarnos su hombro para apoyarnos. Cada duelo es individual y circunstancial y, quizás, estas reflexiones para algunos no sean nada más que palabras huecas, sin contenido. Sin embargo estoy convencido que habrá otras personas que las valoren y, entre líneas, puedan encontrar el valor y la paz para enfrentar su propio dolor, tal como lo estoy haciendo yo.